El papel desconocido
Olo, nuestro amigo de cuerpo amarillo y patas blancas, enfadó a muchos. Olo era travieso, se inventaba trastadas y artimañas que frustraban tanto a los humanos como a los Peridots. Los humanos se reían, claro, aunque yo diría más bien que soltaban alguna carcajada. Una risita por aquí o por allá. Una sonrisa a la semana. Pero rara vez se oían risotadas a coro con lagrimillas incluidas. Los que reían nunca eran el blanco de las bromas, pero cuando les tocaba a ellos, ya no les hacía tanta gracia ese tal Olo.
Ya de adolescente, Olo dependía más de su cuidadora humana: quería que le rascara la barriguita, jugar juntos a todas horas, hacer más excursiones al bosque, pero la amiga humana de Olo ignoraba sus necesidades. Esta cuidadora era, aunque me atrevería a decir que sigue siendo, más tímida y reservada. También era una adolescente, pero los demás la consideraban demasiado pequeña para asumir tareas importantes. Tras la Gran Lluvia, los cuidadores mayores no aceptaron su ayuda cuando se ofreció para reconstruir las cabañas perdidas en la tormenta. Nadie vio en ella una promesa. Algunos ni siquiera la vieron.
Esperó su gran momento con indiferencia. Las tareas cotidianas se volvieron con el tiempo aún más aburridas. Cuidaba de Olo sin reservas, pero de una forma despegada. La comida era insípida; por muchos abrazos que se ofrecieron, jamás llegaron a darse. Anticipándose al momento en que Olo se marchara para siempre, la cuidadora llegó a plantearse no volver a cuidar de un Peridot. No porque Olo no fuera adorable (¡lo era, sin duda!), sino porque los Peridots se merecían Cuidadores volcados en ellos.
En el bosque cerca de casa, un árbol robusto de corteza gris tan rugosa como la piel de un reptil se desplomó en un manantial y casi lo sella por completo. El suelo bajo el árbol se humedeció rápidamente y se convirtió en barro. Solo existía un manantial en la zona de acampada y servía como única fuente de agua potable para los humanos y sus Peridots. Sin agua, ¿cómo iban a tomar los Peridots sus algas? ¿Dónde iban a beber o a bañarse las personas? Fueron muchos los que intentaron mover el árbol sin éxito alguno. Los cuidadores mayores usaron piedras y juntos astillaron el tronco con la esperanza de partir el árbol por la mitad. La Cuidadora de Olo los observaba de lejos y supo en su interior que el árbol nunca cedería, nunca se partiría o, al menos, no en los próximos meses. Caminó hacia el árbol para advertirles, pero le respondieron con miradas serias, por lo que se dio media vuelta.
Regresó arrastrando los pies a su tienda de campaña, sin sonreír, sin fruncir el ceño, sin ganas de demostrar ninguna de las dos emociones. Olo intentó animarla enseñándole algunos trucos, pero ella prefirió descansar la vista.
Olo empezó a preocuparse. Sabía que cerca había una cadena montañosa y sucumbió al encanto de una pequeña loma. Dos riscos puntiagudos flanqueaban un terreno pedregoso, por lo demás llano, de la longitud y anchura de dos campamentos, pero estaba muy alto y el sendero que conducía allí era sinuoso y de grava, aun así, Olo siguió adelante. A pesar de la tensión del momento, Olo respiraba profundamente. La caminata le resultó fatigosa, pero cuando escuchó el agua correr, la siguió hasta una amplia orilla de tierra. A poca distancia había otra orilla de las mismas características y, entre estas dos, un río discurría con vida. La tierra no estaba muy por encima, y Olo pudo ver ciervos que pescaban carpas del río.
Por su naturaleza curiosa, Olo se acercó a la orilla y sumergió una de sus pezuñas en el agua. La corriente hizo que perdiera el equilibrio y, tras varios intentos frenéticos por recuperarlo, se desplomó en el río.
Sus remolinos eran demasiado fuertes. Notaba sus patas y su cola dolorida de intentar nadar a contracorriente. El río se lo tragó, y aunque vio que se acercaba a una caída pronunciada, Olo no se asustó. Sabía que su destino estaría ligado a un milagro o a una tragedia. La desembocadura del río se estrechó antes del salto de agua. ¿Era ese el milagro que Olo esperaba?
Cuanto más se acercaba, más se agitaba su respiración. Alargó su cola hacia la izquierda, la estiró con la fuerza de diez Peridots y apretó la mano derecha contra el pecho. Los latidos del corazón eran más intensos a medida que los metros que le separaban de la caída iban disminuyendo. Más intensos, y más y más…
Hasta que…
Alguien tendió un brazo desde la estrecha desembocadura del río, agarró la cola de Olo y lo levantó justo antes de que el agua lo arrastrara a una cascada a la que no habría sobrevivido.
El corazón de Olo seguía latiendo con fuerza, pero cuando desvió su atención del agua hacia el rostro de su salvadora, Olo parpadeó con ternura. Su cuidadora lo abrazó, del mismo modo que lo haría una madre al descubrir el amor que siente por su hijo por primera vez. Para Olo, no había mayor alivio que el calor de unos brazos familiares.
La cuidadora de Olo no tenía mucho que decir a su Peridot, también necesitaba unos instantes para recuperar el aliento. Una vez que la desesperación abandonó su rostro, alzó los hombros. Sus ojos y su sonrisa adquirieron una claridad irreconocible. Antes se habría preocupado por cómo comunicaría a los demás el descubrimiento de un río así. ¿Confiarán los ancianos en sus palabras? ¿O las desestimarían como ya hubieran hecho en otras circunstancias parecidas? Estos pensamientos, pertenecientes al pasado, no consiguieron nublarle la intención. La adrenalina de haber salvado a su Dot la invitaba al valor y no a la duda. Si nadie la escuchaba, ella se haría escuchar.
Imbuida de coraje, la cuidadora de Olo fue directa al arroyo del árbol roto. Con Olo a su lado, se dio cuenta de que los hombres, los cuidadores más ancianos, seguían cortando el árbol sin resultados. Con palabras antiguas y voz estentórea, afirmó que había encontrado un nuevo manantial y que cualquiera que quisiera ir a bañarse o a cultivar, debería caminar detrás de ella.
Poco a poco, tras la cuidadora de Olo se fue formando una fila cuyo destino eran las montañas. Los cuidadores más viejos, que se quedaron atrás, siguieron talando el árbol caído hasta que los brazos y las manos se les entumecieron. Solos y sedientos, se dieron cuenta de su estupidez y siguieron las huellas de sus amigos hasta la cima del risco. Al llegar, los humanos y sus Peridots estaban asentándose en nuevos campamentos a lo largo de la ribera. Unos cuidadores jugaban con sus Dots, otros iban a pescar, algunos incluso habían plantado semillas de tomate en parcelas cerca del agua. Los cuidadores más ancianos se quedaron boquiabiertos. Cuando la cuidadora de Olo pasó a su lado, intentaron disculparse con escasa elocuencia. Ella siguió adelante sin siquiera lanzarles una mirada, pero se detuvo cerca de un cactus, aceptó sus disculpas, dio media vuelta y continuó caminando.
Desde ese momento, si el grupo de humanos y Peridots necesitaban a una curandera que atendiera sus heridas o les preparara ungüentos, recurrían a la cuidadora de Olo. La llamaron Tawnis y, con el tiempo, este nombre pasó a usarse como sinónimo de “curandera” debido a la conexión entre ella y su rol. La gente y Peridots le otorgaron este papel gustosamente, no porque sus labores medicinales fueran innatas, sino porque la determinación era la luz que guiaba sus pasos. Siempre encontraba el modo de curar las enfermedades… y la incredulidad.