THE PERIDOCTUS
Capítulo 1

INTRODUCCIÓN DE LOS PERIDOTS EN UN NUEVO MUNDO… EN EL QUE HAY HUMANOS

Hace mucho, muchísimo tiempo, antes de que existiera el mundo tal y como lo conocemos, no había más que tierra, árboles y pájaros. No había barcos ni escuelas, ni siquiera plumas para anotar las ideas de las personas. Poco había en este mundo, salvo rocas, polvo y hierba. Los árboles daban frutos en abundancia. Y los lagos estaban llenos de peces. Un océano rodeaba esta tierra remota y rústica, pero quedaba muy lejos. Los ciervos y los lobos recorrían la tierra y los campos, pero no juntos, muchas veces en busca de comida, para luego volver a sus guaridas por la noche.

La hierba brotaba bien alta y brillaba con la luz del sol. Y, después de la lluvia, crecía más y brillaba más. Los bichos y las ranas, así como las criaturas peludas, se alimentaban felizmente de hojas y flores… y a veces se cazaban también entre ellas. Pero esa es otra historia.

Un día, eclosionó un huevo de colores. Nadie sabía de su procedencia. De él surgió un animal de vivo color morado cuya cola tenía una sola pluma. Tenía ojos grandes y curiosos, y después de vagar con la mirada de un lado a otro, dando vueltas sin parar, finalmente se fijó en algo. El animal se dio cuenta de que era el único de su clase entre las palomas, las abejas, los sapos y los tulipanes. Cuando miró a una ardilla listada que se abalanzaba sobre una castaña, el Morado trató de imitarla. Él también quería jugar. Pero en cuanto puso un pie en el suelo, el animal se elevó y se movió en el aire. Tan asombrado estaba el Morado que volvió a ascender, una y otra vez, volando por los aires, a ráfagas, hasta que se mareó.

Una liebre lo vio todo desde lejos y saltando llegó hasta el Morado para saciar su curiosidad. Los ojos del Morado daban vueltas rápidamente, igual que su cabeza. La liebre le presionó en el cuello con la pata y pronto esta nueva criatura se calmó. Sus ojos grandes y encantadores llegaron al fondo del corazón de la liebre. Esta, con su hocico, acarició suavemente la barriguita del Morado y arrancó pequeñas partículas de suciedad de su cuello. El Morado revoloteó por encima de la liebre y, a continuación, le puso los pies sobre el lomo. Así se fueron. La liebre saltó y saltó sin cesar por la hierba, alrededor de los lagos, sobre las guaridas de los animales a los que jamás se encararía, y hacia una congregación de orgullosos árboles. El morado se maravilló con las vistas y los sonidos que este nuevo mundo le ofrecía.

Pronto se hizo de noche y la liebre tenía que volver a casa, pero no quería dejar al Morado solo. A lo lejos, atisbó el resplandor de una pequeña hoguera. Le pidió al Morado que se subiera a su lomo y salieron disparados.

Un humano —un hombre con barba, según cuenta la leyenda— se encontraba avivando la llama de la hoguera cuando la liebre y el Morado se acercaron. Asió un gran palo y lo agitó ante ellos. Quería que se fueran y, para ello, hizo enérgicos aspavientos con las manos, pero la liebre y el Morado se mantuvieron firmes, todo lo firmes que pueden ser una liebre y una pequeña criatura morada. El humano miró en los adorables ojos del Morado y bajó la mano con la que asía el palo grande. Miró fijamente todos los víveres que había recogido por la mañana y levantó la mano derecha de nuevo para ofrecerle un sabroso y suculento tomate azul. El Morado lo devoró felizmente y, a continuación, lamió la mano del humano para expresar lo que únicamente se puede decir durante momentos de azarosa amabilidad: gracias.

La liebre se fue cuando la noche llegó y el Morado se preocupó. Pero estando cerca de la hoguera, con más tomates azules para saciar el hambre, el Morado cerró los ojos y se acomodó al ver la cálida sonrisa del hombre con barba.

“Kee”, dijo el humano y poco más. “¡Kee!”, exclamó, un nombre no solo de la especie sino del único miembro de ella. “Kee”, dijo con calma mientras acariciaba la cabeza del Morado con gran cariño. Sin embargo, el humano no tenía nombre, ni lo tendría, ni nadie se lo daría, porque Kee —y los Peridots similares— no poseen el don del habla.

Los dos comieron más tomates azules antes de rendirse al sueño, dándose mano con pata, emocionados ante lo que les depararía el día siguiente.

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