DESPEDIDA
Tras muchos cuidados, día sí y día también, el Morado pasó de ser un joven adulto a uno totalmente desarrollado. El humano se enorgulleció del sentido de la responsabilidad cada vez mayor del Peridot. Podía vivir solo y, solo de pensar que eso ocurriría, el humano sentía una gran deseperación. Una noche, se le escapó una lágrima junto a la hoguera, porque las despedidas no son sencillas, por esperadas que sean.
Kee engendró a sus crías y otros humanos del campamento lo vieron apto para cuidar de ellas. La alegría y la fantasía se extendieron por el bosque, y la comunidad de Peridots creció mucho. Los humanos no podían hacer otra cosa que ampliar los límites de su residencia. Más árboles, ríos, plantas y pájaros ofrecieron tanto a humanos como a Peridots más libertad de movimiento y más belleza de la que disfrutar.
Sin embargo, Kee no era capaz de disfrutar de esta nueva belleza tanto como los demás. Si bien valoraba la libertad de movimiento, no era del todo feliz.
Lo que vas a leer ahora es un cuento que me contaron los ancestros del Morado. Se trata de una leyenda de la historia de los Peridot y, como las leyendas son veraces y nobles, tienes toda la libertad para interpretarla como desees.
Un día, mientras Kee y su amigo humano buscaban tomates azules, Kee se detuvo y giró la cabeza hacia abajo. Tenía el ceño fruncido y, de primeras, no respondía cuando el humano lo llamaba. “¿Qué ocurre, Kee?”, preguntó el humano, no con palabras sino con gestos de afecto e inquietud.
Si el Peridot pudiera expresarse tan solo con la mirada, el humano se imaginó algo como lo que sigue:
“Amigo mío, mi más querido amigo. Te doy las gracias por estar a mi lado, por ayudarme a dar los primeros pasos por este mundo. He aprendido a buscar comida, a calentarme, a conservar la compañía y a criar a mi propia descendencia. Por estos motivos y por más, te doy las gracias. Pero ha llegado el momento de dejarte; no por desagrado, no por desconfianza, sino por este empuje animal de mi especie, el instinto, al que me entrego. Yo, y muy pronto todos los Peridot que lleguen a la adultez, tendrán que dejar a sus amigos humanos para irse a un nuevo hábitat, de una vez por todas. Me entristece decirte esto, mi buen amigo. Te lo cuento porque me tengo que despedir. Espero que lo entiendas”.
El humano no lo entendió, pero hay muchas cosas que los humanos no entienden. Acarició por última vez su barriguita y abrió sus brazos esperando un abrazo. Kee obedeció y ambos se abrazaron por última vez con la mirada gacha. Cuando el Morado sintió que los brazos del humano se aflojaban, se hizo a un lado y se enfrentó a los desconocidos caminos del bosque. Respiró hondo y avanzó.
El humano vigiló para asegurarse de que su amigo no se cayera, porque si así fuera, él lo ayudaría a levantarse. Vigiló para protegerlo de las ramas que pudieran caer, porque si una le daba en la cabeza, el humano estaría ahí para socorrerlo. Vigiló por si necesitaba una última caricia en la barriguita para divertir al Morado por última vez. Por desgracia, no lo necesitó.
Su cola morada, en tiempos una columna vibrante en medio de la verde espesura de la maleza y la hierba, se hizo cada vez más pequeña a medida que el Peridot se alejaba. Y cuando la luz del sol empezaba a retroceder para dejar paso a la noche, el Morado dejó de poder verse.
El humano escuchó un ruido detrás de él. Se volvió y se encontró con la descendencia de Kee —un alma juguetona de piel velluda blanca y naranja— que buscaba tomates azules, tal y como a él le enseñaron. El humano, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al recordar una repentina despedida, caminó hacia ellos con un renovado sentido del deber. Hoy y los próximos días, estaba listo para empezar una nueva vida con otros.